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Mis Valores

¡La Mejor Herencia que pude recibir!

Para hablar de mis valores debo contarte sobre mi padre, DON ISIDORO LINARES CAMPOS, conocido en el rancho Purísima del Jardín, mi lugar natal, como “El Güero Isidoro”.

Era un hombre muy ocupado, no le quedaba mucho tiempo para reunirnos y hablar de consejos, pero en realidad no era necesario, su vida misma fue la mejor escuela que pude haber tenido. Te voy a relatar cómo me enseñó, desde pequeño, a tener valores fuertes y firmes.

Soy Honrado.

Era un ocho de diciembre, día de la Purísima Concepción, se llevaba a cabo la fiesta más importante del rancho. En ese tiempo mi padre era el Delegado Municipal, una especie de presidente de la comunidad.

Todos esperábamos esa fiesta con mucho esmero, era el día en que se nos compraba ropa para estrenar, en las casas se preparaban grandes cazuelas de mole con pollo, eran bienvenidos todos, no se preguntaba quién los había invitado, simplemente se sentaban en alguna mesa y se les servía.

Desde la víspera, por la tarde, empezaba a escucharse la banda de música que contrataba la parroquia, llegaban a instalarse los puestos de vendedores de todo tipo de cosas, los juegos mecánicos, y hasta un pequeño palenque.

Por la mañana del día ocho yo andaba tras mi padre para que me diera dinero y comprarme algo en la fiesta. Lo seguía a todas partes. Vi que se acercaba con los comerciantes y le daban dinero, él anotaba en un libro.  Había una pregunta común cada vez que le daban el dinero a mi padre, ¿Eso es todo?, “Si, eso es todo, que pase buen día”, contestaba papá, los comerciantes lo miraban de forma rara.

Después llegamos al palenque, el negocio más redituable de todos los que participaban en Purísima. Mi padre entró en las instalaciones de aquél espectáculo ambulante, yo lo esperé en la puerta, a muy poca distancia.

—Buenos días —dijo mi padre.
—Buenos días Don Isidoro —contestaron dos hombres.
—Vengo por el impuesto —les comentó, sonriendo
—Por supuesto, ¿cuánto es?
—Cincuenta pesos.
En realidad, no recuerdo la cifra exacta, pero era una cantidad ridícula, incluso en esa época de los setentas. Uso valores monetarios actuales para entenderlo mejor.
—Muy bien —dijo uno de ellos sacando un gran fajo de billetes.
Y continuó…
—¿Y para usted cuánto va a ser?
—¿Cómo? —contestó sorprendido mi padre.
—Sí,Don Isidoro, ¿cuánto le tenemos que dar?
—Pues, cincuenta pesos, eso es lo que marca el reglamento.
—Sí, lo entiendo, pero cuánto se va a llevar para usted… su cuota personal. El año pasado le pagamos al Delegado anterior diez mil pesos para que nos dejara trabajar.
—¡Pero es un abuso! —casi grita papá—. No señor, si usted paga el impuesto tiene todo el derecho de hacer su negocio. No tiene por qué pagar más.
—Pues… muchas gracias, Don Isidoro, aquí tiene.
Mi padre anotó los cincuenta pesos en el libro.
Me quedé en shock… ¿Cómo había desperdiciado esa oportunidad?, ¡tanta necesidad que había en casa! Pudo haberme dado fácilmente el dinero que yo le pedía para gastar en la fiesta.
—¿Por qué no aceptó todo ese dinero, papá? —le pregunté.
Siempre le hablé de “usted” a mi padre.
—Es dinero mal habido, hijo —Fue todo lo que respondió.

Por muchos años las empresas me han confiado la custodia de bienes materiales y monetarios, y nunca he llevado, ni llevaré “dinero mal habido” a mi mesa. Uno de mis jefes me dijo estas palabras cuando decidí separarme de la empresa: “Don Gera, ¿A quién voy a traer ahora?, tú nunca has tomado ni un clavo que no te pertenece. Al nuevo tendré que hacerle hasta exámenes de sangre para saber si puedo confiar en él”.

Soy Responsable.

Es realmente difícil mantener a una familia de 15 miembros. Mi padre tuvo que trabajar muy duro para darnos lo necesario. No teníamos ropa de buena calidad, ni comodidades, pero el alimento jamás faltó.

Era saxofonista de profesión. Tenía tres trabajos, era miembro de la banda de música del municipio, su trabajo principal, también formaba parte de la banda de música de la 16ª Zona Militar, y tocaba con orquestas. Y como todo eso no era suficiente, emprendió algunos negocios.

Nunca escuché a mi padre quejarse del trabajo. Lo veía cansado, algunas veces preocupado por la situación, pero no renegaba. Tampoco llegó tarde a ninguno de ellos, decía: “Más vale llegar una hora antes que un minuto tarde”. Incluso en aquellas ocasiones que tocaba con la orquesta y llegaba a las tres o cuatro de la mañana, cumplía con su responsabilidad de presentarse a trabajar a su primera jornada que empezaba a las 6:00 a.m.

¿Cómo podría yo dejar de cumplir con mis responsabilidades, después de haber visto tal forma de vida? También he tenido jornadas largas de trabajo y me presento al día siguiente a tiempo, así como mi padre lo hacía. Mi jefe japonés me dijo en cierta ocasión: “Gerardo, tú siempre llegas a tiempo y cumples con los plazos que prometes, no eres como otros mexicanos que he conocido”.

Reconozco mis errores y hago buen uso de la autoridad.

Varias veces mi padre me llevó con él a tocar con la orquesta. Yo era su hijo con el que hablaba de su mayor pasión, la música.

Poco antes de mis dieciséis me empezó a invitar a “las tocadas”. Me compró un pantalón negro, camisa blanca, y me prestaba un saco negro y una corbata suyos, para vestirme como él, como otro miembro de la orquesta. El saco me quedaba grande, pero no me importaba. Yo le cargaba el estuche de su saxofón. Todo eso me hacía sentir importante.

Uno de esos días, viajábamos en el autobús de la orquesta, mi padre y yo nos sentamos juntos en los asientos de la parte trasera izquierda, como tres filas antes de la última, yo escogí ventana. Dos miembros de la orquesta iban tomando cerveza de lata, estaban en la última fila.

De repente se oyó una sirena y vi que una patrulla se le emparejaba al autobús, un federal le hizo señas con la mano al chofer para que se orillara, y nos detuvimos inmediatamente. El chofer se bajó y hablaba con uno de los agentes, que después se subió a nuestro transporte. Era un sujeto alto y fornido.

—¿Quién tiró la lata de cerveza? —preguntó el federal, desde el frente del vehículo.
Nadie dijo una sola palabra.
—¿Quién la tiró? —cuestionó otra vez, y continuó—. Casi cae justo en el cofre de la patrulla.
Todos callados.
El policía empezó a molestarse, y, acercándose a la parte trasera, preguntó de nuevo.
—¿Entonces nadie la tiró? ¿Salió sola por la ventana?
La respuesta fue la misma.
Ya bastante enojado se dirigió a los dos del final.
—Uno de ustedes la arrojó. Venían tomando cerveza, ¿verdad?
Se quedaron en silencio.
—¡Pónganse de pie y acérquense!
Ambos cumplieron la orden.
Entonces el federal posó sus manos sobre uno de ellos, a la altura de la cintura, y le apretó el estómago de forma curiosa, con un movimiento muy rápido, lo que provocó que el sujeto exhalara. Luego hizo lo mismo con el otro.
—¡Por supuesto que tomaron cerveza! —aseveró.
—Ahora díganme quién tiró la lata.
Uno de ellos miró al otro y agachó la cabeza. El otro permaneció inmóvil, desafiante.
El policía le dio una cachetada al sujeto inmóvil, todos pudimos oír el golpe. Mi padre me abrazó.
—¡Me quieres ver la cara de pendejo! —le reclamó el federal.
Inmediatamente se bajó del autobús y le dijo al chofer que iba a detener el vehículo. Se paró el director y dueño de la orquesta, y persiguió al policía pidiendo disculpas. Mi padre se levantó de su asiento y gritó “Eso es abuso de autoridad, no tiene el derecho de golpear” y bajó también del vehículo.

Yo escuchaba la acalorada discusión sin entender lo que se decía. Después de buen rato todos se subieron al camión, se les veía enojados, y continuamos el viaje.
—¿Qué paso papá?
—Estamos en desventaja porque tenemos que ir a cumplir con el compromiso. Le dieron dinero al federal para que no se llevara el autobús y no detuviera a nuestro compañero.

Dijo mi padre con impotencia. Y prosiguió:
—Mira hijo, si ellos hubieran aceptado su error desde el principio, no se hubiera hecho tan grande el problema. Seguramente el policía iba a imponer una multa y nada más. Todo pasó, golpearon al compañero, le pagaron al federal más dinero de lo que hubiera costado la multa, nos pasamos un mal rato y vamos muy retrasados a la fiesta. Si uno trata de ocultar un error, la persona que te pide cuentas siempre va a sentir lo que dijo al final el policía. En cambio, si lo aceptas y te disculpas, por lo general, tratan de ayudarte.
Luego agregó:
—Pero el federal no tenía por qué golpear, abusó de su poder. La autoridad es para poner orden, para hacer cumplir las reglas y también para servir. Hay que cuidarse de usar mal el poder que a uno le hayan dado.

Es cierto lo que dijo mi padre. Las veces que he cometido errores, lo reconozco, y siempre he recibido frases como: “No te preocupes”, “Tranquilo, vamos a ver cómo lo resolvemos”, “Bueno, ya pasó, ¿Cómo lo vas a remediar?”. Siempre me han dado la oportunidad de solucionarlo. Y la verdad a mí también me desarman si alguien viene a confesar alguna equivocación, no puedo hacer menos que apoyar a la persona para encontrar una solución.

Soy Justo.

Don Isidoro Linares nos trataba a todos por igual, y al asignar tareas siempre consideraba la edad, y era muy consciente de las capacidades de cada uno. Nos conocía muy bien.

Hablaba con todos sus hijos e hijas de diferentes temas, a los mayores les pedía opinión sobre los problemas, con los que estudiábamos platicaba de cosas de la escuela, según el grado, para darnos ánimos de seguir con los estudios, y como ya lo mencioné antes, conmigo hablaba de música. Pero nunca tuvo consentidos.

Si se enteraba de algún conflicto interpersonal en la familia, lo atendía inmediatamente. Tenía un método muy peculiar, la primera vez que lo aplicó conmigo me pareció incómodo, pero fue efectivo.

Tengo un sobrino, de mi edad, con el me llevé siempre bien de niño, un día peleamos y duramos un tiempo sin hablarnos. Mi padre se dio cuenta de eso y nos reunió, nos puso frente a frente, a ciera distancia uno de otro, y marcó una línea en el piso en medio de los dos. Entonces me preguntó:
—¿Por qué estás enojado con él?, ¿En qué te ofendió?, dícelo de frente y dile cómo te sientes.
Le expliqué y le hice ver por qué tenía tanto coraje contra él.
Luego se dirigió a mi sobrino y le hizo exactamente las mismas preguntas y le pidió también que me lo dijera de frente. Mi sobrino me dijo por qué estaba tan enojado conmigo.
Mi padre nos preguntó:
—¿Hay algo más que quieran reclamarse?
Los dos negamos con la cabeza.
—¿Quieren seguir llevándose bien?, ¿Están dispuestos a perdonarse?
Mi sobrino y yo nos vimos a los ojos.
Mi padre continuó:
—¿Quién va a ser el primero en atreverse a cruzar esa línea y abrazar a su hermano?
Los dos fuimos rápidamente al centro y nos abrazamos, estuvimos un rato ahí llorando.
Después de esa experiencia, seguimos peleando algunas veces mi sobrino y yo, pero nos pedíamos disculpas rápido y seguíamos siendo amigos.

Mi padre hacía lo mismo con los adultos, a escondidas fui testigo de eso, no pintaba la línea en medio, pero los careaba así como lo hacen en los juzgados, y les pedía que se perdonaran y se llevaran bien. Tal vez las disculpas no eran de corazón y sinceras, pero había un equilibrio en las relaciones de la familia.

Siempre he tratado de hacer un buen ambiente de trabajo donde quiera que estoy, un clima laboral en el que prevalezca el respeto, las buenas relaciones y la justicia.

Soy Disciplinado.

He vivido con disciplina desde que tengo uso de razón. Mi padre era la persona más disciplinada que pudiera conocer, y, cuando ingresó al ejército, parece que encontró su verdadero ambiente de trabajo, se sentía orgulloso de cómo eran las reglas allí. Francamente se puso peor la cosa en casa.

Si Don Isidoro decía “Salimos a las ocho y quince”, era a las ocho y quince, ni un minutos más. Teníamos una hora máxima para llegar a casa, nadie se atrevía a llegar más tarde. Si se te asignaba una tarea debías terminarla y hacerla bien.

Empecé a trabajar en un grupo musical, mi padre bien sabía que regresaría a casa a las dos o tres de la madrugada, pero no me dio llave de la casa. Durante los primeros tres meses, él me abría la puerta, y me preguntaba dónde había tocado, cómo me había ido, quién me había llevado a casa. Yo notaba que se me acercaba mucho, como queriendo percibir si traía aliento alcohólico. Nunca fue el caso, ya conocía las reglas de la casa. Después de ese tiempo me dijo, “has demostrado tener disciplina en tu trabajo” y me entregó copia de las llaves de la puerta.

Procuro ayudar a los demás.

A mis catorce años, Purísima del Jardín era una comunidad que no estaba pavimentada, en tiempos de lluvias las calles eran tremendos lodazales. Era molesto llegar a la escuela o al trabajo con los zapatos empapados de barro. Las damas, por lo general, cargaban un par de zapatos limpios dentro de una bolsa de plástico para hacer el cambio cuando arribaban a su destino.

Por ese tiempo estábamos haciendo unas modificaciones a nuestra vivienda, mi padre nos dijo que le ayudáramos a poner partes de los escombros en la calle, en el frente de la casa, formando una banqueta.

Terminamos la tarea, pero mi padre siguió con el frente de la casa de al lado y le seguimos. Concluimos también esa y papá no paraba, cada vez que nos alejábamos de nuestra propiedad era más pesado el trabajo. Después de otros cinco frentes reclamé:
—Papá, ¿por qué seguimos haciendo esto?, ya estoy cansado.
—Ya casi terminamos, hijo.
—No es justo, cada vecino debería hacer lo mismo en su espacio y todo sería fácil.
—Anda, vamos por más escombros —Respondió mi padre sonriendo.
—Pero, ¿por qué tenemos que seguir haciendo esto?
Mi padre pudo haberme dicho “porque yo lo ordeno” y seguramente yo me callaría y seguiría acarreando y colocando escombros en el lodo. Pero me explicó:
—Hijo, piensa en toda la gente que se va a beneficiar con lo que estamos haciendo. Incluso tus hermanas y hermanos, tu madre, van a poder ir a la tienda o caminar todo este tramo sin enlodarse. Nunca te pongas a pensar qué deberían hacer los demás. Si uno actúa de esa manera, llega exactamente a la conclusión que dijiste tú “No es justo”. Pero, ¿Quién determina la justicia? Solo Dios. ¿Crees que él pensaría lo mismo que tú? ¿Actuaría de la misma forma? Recuerda que “El que quiera ser grande, debe servir a los demás”.

Eso me llegó hasta el alma. No dije más y trabajé hasta que se nos acabó el material.

Protejo toda información confidencial.

Siempre me pareció que mi papá actuaba de una manera misteriosa cuando hablaba de su trabajo. Algunas veces se cubría la boca con la mano y se le acercaba mucho a mi madre para contarle algo. Otras, de plano le decía “Vieja, ese es un asunto delicado, no puedo hablar de ello”.

Estoy convencido de que, en todo aspecto de nuestra vida, en toda convivencia, hay información confidencial que no se debe revelar.

En mi primera entrevista de trabajo, después del despacho contable, el Director de la compañía leyó en mi currículo que yo había participado en la auditoría de la Presidencia Municipal de lrapuato, y me preguntó:
—¿Así que revisaste las finanzas de la ciudad?
—Si, señor.
—Y ¿Cómo salieron?
—Bien.
—¿Hubo alguna cosa rara?
Le sonreí sin responder.
—Anda, cuéntame cómo fue esa experiencia.
—Igual que en las demás auditorías.
—No me estás diciendo mucho.
—Bueno, usted sabe, no puedo divulgar información.
—Pues, si no me dices algo, no te daré el empleo.
Le sonreí nuevamente y le dije:
—Prefiero perder esta oportunidad. —Le di la mano al despedirme—. Muchas gracias por su tiempo.
Salí de su oficina, me despedí de la recepcionista, y al llegar a la puerta de la entrada principal, salió el Director y habló en voz alta:
—Gerardo, ¿Puedes regresar un momento, por favor?
Asentí con la cabeza y entré nuevamente a su oficina. Apenas me senté frente a él, me dijo:
—¡Bienvenido a la compañía!